jueves, 21 de julio de 2011

La esposa Polaca de Túpac Amaru

Sebastian Berzeviczy partió desde Niedzica en Polonia a Peru en el siglo XVIII. Allí se casó con una princesa inca llamada Umina Atahualpa. Su única hija fue Umina, que se casó con Tupac Amaru II, procer de la independencia del Perú y que murió luego de alzarse en contra de la corona española en 1780. Umina y su único hijo Antonio Condorcanqui regresaron a Polonia, donde la familia Berzeviczy tenía un castillo (en Niedzica).
A los pocos años Umina fue asesinada presuntamente por espías españoles pero Antonio sobrevivió y fue acogido por los Berzeviczy. Su nombre fue cambiado a Anton Benesz. Uno de sus descendientes directos es Andrzej Benesz que fue miembro del parlamento polaco entre 1957 y 1976.
La historia que circula desde los años cuarenta por medios polacos y hasta tiene una entrada en Wikipedia se distancia mucho de la historia oficial que todos conocemos que afirma que la única mujer de Tupac Amaru fue Micaela Bastidas, con la que tuvo tres hijos y que murió también asesinada en 1781 por orden del Virrey Amat.
Incluso existe un libro “Los Tupac Amaru en Europa” escrito por Antonio Vergara Collazos que narra en detalle la historia de los descendientes europeos de Tupac Amaru II, y aunque pueda tratarse en una ingeniosa invención, por los menos se sabe que Sebastian Berzeviczy, propietario del castillo polaco por aquel entonces, viajó a Perú.

La leyenda de Cahuide

Durante la gran rebelión de Manco Inca por la reconquista del Cusco y el Tahuantinsuyo (mayo de 1536) sobresalió la figura de un gran general incaico. Muchos lo conocen como Cahuide, aunque su verdadero nombre pudo ser Kullash o Tito Cusi Huallpa. Estuvo presente en el “Juramento de los Vasos de Oro” que realizó Manco Inca en Calca y peleó con denuedo en el ataque a la Ciudad Imperial. Pero su nombre quedó inmortalizado por haber comandado la toma del templo de Sacsayhuaman y morir luchando en su defensa.
Sacsayhuaman fue el principal bastión tomado por los rebeldes durante el cerco al Cusco. Se la arrebataron a los indios cañaris, fieles aliados de los españoles, después de dos días de sangrientos combates. Cuando Manco Inca se replegó a Ollantaytambo, le encargó a Cahuide defender Sacsayhuaman hasta su retorno.
Cumpliendo su misión el bravo capitán cusqueño y un puñado de selectos guerreros cusqueños rechazaron con piedras y lanzas muchos intentos de los cristianos y cañaris por recuperarla.
El soldado y cronista Pedro Pizarro, testigo presencial de estos hechos, cuenta que Cahuide siguió peleando como un león, yendo de una parte a otra, estorbando a los atacantes que querían subir con escaleras. Cuando casi todos sus compañeros habían muerto o desfallecían, él seguía combatiendo con un morrión y una adarga que le había quitado a los españoles. Cuando por fin un escuadrón encabezado por Hernando Pizarro logró llegar a lo alto del torreón de Muyucmarca, le ofrecieron respetar su vida si se entregaba, pero el legendario guerrero cobrizo arrojó sus armas contra ellos, se cubrió la cabeza con su manto, y se arrojó desde lo alto de la fortaleza para evitar que lo tomasen con vida.

lunes, 18 de julio de 2011

La Leyenda de la Espada de Damocles.



Érase una vez un rey llamado Dionisio I El Viejo, soberano de Siracusa. En ese tiempo la ciudad era griega y la más importante de la gran isla de Sicilia.
Vivía en un suntuoso palacio en donde las riquezas abundaban, en especial por las obras de arte, el lujo, la exquisita y fina cocina, las lindas mujeres y el refinamiento de los cortesanos.
Contaba, además, con criados y esclavos solícitos a sus mínimos requerimientos. Había mucha gente que lo envidiaba por el poder que ostentaba y por su incalculable fortuna.
Uno de ellos era Damocles, un cortesano que se dedicaba a la intriga, al ocio, y en especial a envidiar a su rey, uno de sus mejores amigos.
-¡Qué afortunado eres; cuentas con todo lo que un ser humano puede aspirar! Dudo que exista alguien más feliz que tú-, solía repetirle.
Dionisio, quien adolecía de muchos defectos, sí odiaba la envidia y estaba aburrido de oír día a día las aparentes adulaciones, que eran una expresión velada de resquemor.
-¿En verdad, Damocles, crees que soy más feliz que los demás?
Damocles, que pensaba que la felicidad consistía en el tener y en el poder, le respondió:
-Sí, en verdad creo que eres no sólo el más feliz de nosotros, sino el más feliz del mundo.
Si te gusta tanto esto, ¿por qué no cambiamos de lugar por un día?
-Sólo en sueños lo había pensado, mi rey. Sí, me encantaría disfrutar de tus placeres y riquezas aunque sea sólo por un día y al igual que tú, no tener ninguna preocupación .
-Está bien. Cambiemos; tú serás el rey y yo el cortesano; pero sólo por un día.
Así lo convinieron para el día siguiente. La corte y los criados quedaron de tratar a Damocles como si fuera el rey. Le colocaron la corona de oro y diamantes y le pusieron el manto real.
Damocles se hizo servir en la sala de banquetes, los mejores vinos y la más deliciosa comida. Al escuchar la música, dedicada a él, al sentirse halagado y admirado, no pudo menos que pensar que era el hombre más feliz del mundo.
-Esto si que es vida-, le dijo al rey, quien estaba sentado al otro extremo de la mesa. Estoy disfrutando como nunca.
Al beber el mejor de los vinos en una copa de oro, miró hacia lo alto. ¿Qué era lo que pendía de arriba, un objeto cuya punta casi le tocaba la cabeza? Sobre su cabeza pendía una afilada espada, atada al techo por un delgado hilo. El brillo de ésta casi le impedía ver.
Las manos le temblaban de tal manera, que derramó parte del contenido de su copa. Como pudo, hizo acallar la música y sólo con la mirada desdeñaba los ricos manjares que iban sirviéndole.
No se atrevía a huir, aunque era su único anhelo. Tenía pánico de mover hasta las cejas. El hilo era demasiado delgado; bastaba un pequeño vaivén para que se cortara y se enterrará en su cabeza.
-Amigo, ¿qué te pasa?- preguntó Dionisio. -Da la impresión que nada te interesa. Hiciste callar la música, derramaste la copa de vino y hasta has perdido el apetito.
¿Acaso no ves la espada pendiendo de un hilo sobre mí? -, preguntó Damocles.
-Sí, claro que la veo. Siempre pende sobre mi cabeza. La veo a cada instante. Siempre está el peligro de que caiga, no sólo por su propio peso, sino que el hilo sea cortado por alguien. Puede ser un asesor envidioso de mi poder que quiera asesinarme. También puede ser alguien que quiera derrocarme propagando mentiras en mi contra. Puede suceder que un reino vecino venga a atacarnos, me asesine para quitarme el trono y así extender su poderío. Asimismo, puedo equivocarme en alguna de mis decisiones y esto provoque mi caída.
-Mira Damocles-, continuó el rey, -si quieres ser monarca, tienes que estar dispuesto a aceptar estos riesgos que son parte del poder.
Damocles, muy asustado, apenas se atrevía a responder. Veía la espada y se atragantaba de miedo.
-Rey mío, ahora veo que estaba equivocado. Además de la riqueza, el poder y la fama, tienes mucho que hacer, mucho en que pensar. Por favor, ocupa tu lugar y déjame volver a casa. Ese es mi anhelo supremo.
Damocles, al salir del palacio, con el paso cada vez más firme, corriendo y hasta casi volando, lo único que deseaba era abrazar a su sencilla esposa y valorar su interioridad. Lo mismo pensaba hacer con su hijo.